Contra Deleuze, o de la esterilidad del pensamiento “nómada”


Gilles Deleuze (1925-1995), uno de los santones menores de la Nueva Izquierda capitalizada por el progresismo académico, produjo hacia el año de 1972 (en colaboración con el psicoanalista heterodoxo Félix Guattari) la que todavía hoy es considerada su obra maestra, de título
rimbombante: “El Antiedipo, capitalismo y esquizofrenia”. Este tedioso mamotreto, apenas legible, pretendía ser una crítica de la intratable teoría psicoanalítica (ya entonces en franco declive), la cual sería temporalmente suspendida en beneficio de un extraño método llamado “esquizo-análisis”, el cual, según auguraban sus panegiristas, iba a liberar al hombre posmoderno tanto de la locura inducida por el pervertidor sistema neoliberal, como de la consiguiente alienación capitalista emanada de aquél. Algunas ideas de un Marcuse, de un Foucault, y otras de cuño propio, irrumpían en este texto bien típico de su tiempo.

Deleuze, a quien tanto quedó por “repensar”, fue no obstante un hábil gestor de sus grandes capacidades. La crítica marxista recuerda especialmente sus obras Nietzsche y la filosofía (1962) y, sobre todo, Spinoza y el problema de la expresión (1968). Pero será El Antiedipo el punto de no retorno de su trayectoria intelectual, a partir de entonces progresivamente hermética y viciada. Los temas habituales de su pensamiento, que rehace continuamente, son el izquierdismo político (un
izquierdismo, todo sea dicho, bastante más sustancioso que el de los embrutecidos militantes socialistas de “nuestro” Régimen del 78, sin descender a estratos más bajos), la crítica de las instituciones éticas objetivas y, muy especialmente, el desafío de la anti-siquiatría, muy pertinente tras varias décadas de crímenes encubiertos a manos de los gabinetes de inteligencia, las mafias sanitario-psiquiátricas y demás terminales de la Gran Clínica.

Como buen izquierdista francés adherido a las corrientes de la contracultura emergente, el sofista Deleuze va a denostar lo que él quiere identificar con el “pensamiento tradicional”, el cual se sustenta sobre “una representación teatral” adherida a la presencia sobredimensionada de una muy real casta: la de los filósofos.

La doctrina deleuziana, aunque pretenda lo contrario, deviene así una caricatura involuntaria, basada en la búsqueda de los extremos radicales: todo su esfuerzo intelectivo por significar la diferencia va encaminado hacia una meta disolvente, a saber: acabar con las imágenes del pensamiento (la idea platónica), que según Deleuze impiden “pensar” propiamente, así y frente a los reductos habituales de la concepción filosófica tradicional, con sus procedimientos convencionales.

En su periplo de destrucciones, Deleuze realiza un recorrido por la producción de muchos de los grandes pensadores de Europa, a partir de Platón, a los que somete a una pretenciosa re-interpretación en la que re- convierte a éstos en personajes de una escenificación teatral inserta en
los límites de un espectáculo de pensamiento “nómada”, tras-humante o primitivo. Este fatal despropósito denota por parte del autor una profunda arrogancia, difícilmente soportable para una mente equilibrada formada al abrigo de la escolástica y el aristotelismo cristiano.

La filosofía tradicional, la filosofía de las castas egológicas (añadimos nosotros), resulta así la filosofía estática por antonomasia, dominada por las vetustas aunque eficaces nociones de analogía, identidad, semejanza y oposición. Estas nociones son piedras-clave sustentantes del principio de razón suficiente y facilitan la filosofía de la duplicación, sin la cual el pensamiento humano colapsa, empequeñecido y timorato. En su Lógica del sentido (1969), Deleuze escribe: “Los acontecimientos son las únicas idealidades: e invertir el platonismo es en primer lugar destituir las
esencias para sustituirlas por los acontecimientos como fuentes de singularidades. Una doble lucha tiene por objeto impedir cualquier confusión dogmática del acontecimiento con la esencia”.

Deleuze –escribe uno de sus intercambiables propagandistas– “busca un pensamiento sin imagen, no representativo, sin fundamento, expresivo e intensivo, unívoco y no categorial, no distributivo ni dividido, en la línea de Spinoza y Nietzsche”. Esto supone no pensar sobre la apoyatura de conceptos, al margen del benéfico principio de identidad.

Búsqueda ésta baldía, pues recurre al reconocimiento de las profundidades de la caverna, al mundo de las sombras, al salvajismo matriarcal dado entre los estertores de lo indeterminado. Su sueño disolvente es el de la no-civilización, la negación del dualismo aristotélico, la anti-Europa hoy tan crecida, donde todo se termine dispersando “como una tribu en un ser unívoco, no compartido, en el que cada uno ocupa el lugar que puede”. Es el sueño lúbrico y telúrico de la “diferencia”, esto es el ser de lo sensible entendido como múltiple (aunque no como diverso); es la supremacía de la intuición frente al concepto; rebajando la estructura del pensamiento a mínimos risibles, sin identidad ni negación, diferencia sin concepto. Tan ingrata tarea de desmontaje traiciona la solidez de la buena filosofía, que puede y debe ser objetivada: es aquella dura disciplina que no requiere de tales tónicos para degradarse en una pirotecnia fraudulenta.

Para Deleuze, cuyo fondo nihilista termina por sofocar al más paciente, la cuestión de pensar la diferencia estaría muy próxima del falsario “Eterno retorno” nietzscheano… puesto que la diferencia se realiza con la repetición. El anarquizante de marras postula un pensamiento de la diferencia de carácter fluctuante, móvil, caracterizado por la presunta búsqueda del origen, al que ha reducido toda diferencia. Un ejemplo: el concepto de “roca” elude todas las diferencias individuales entre las
rocas, ya que puede ser especificado de diversas maneras, como cuando decimos: “la roca es porosa”, etc.; esas diferencias lo son de una misma cosa: la roca.

La ambición de Deleuze es repensar las diferencias sin identidad, que es como pensar un mundo sin ser, sin Dios, es decir un mundo en el que el ser es sólo la repetición de lo diferente. El pensamiento, en consecuencia, no es re-presentar, re-conocer alguna idea o modelo original, sino que, y ojo al trabalenguas, “el simulacro es el sistema donde lo diferente se relaciona con lo diferente mediante la diferencia como tal”.

Esta errada y tóxica filosofía, es desmotivadora y tiende a destruirse a sí misma, tal es su endeble sustancia constructiva. Cierto es que las ideas tienen consecuencias, por muy librescas y abstractas que éstas se muestren desde sus comienzos: en este sentido, podemos señalar a Deleuze como uno de los principales responsables teóricos en el colapso paranoico de la identidad europea, con el carcinoma de la auto-culpa por bandera. La consabida esterilidad del esquizo-análisis es la prueba más concluyente de su fracaso como pensador, singularizado por su peculiar suicidio, cuando el día 4 de noviembre de 1995 decidió arrojarse por la ventana de un cuarto piso. El suyo fue realmente un suicido lógico, a la manera del Kirilov de Dostoievski. Una demostración de su deificación personal, una prueba de coraje negativo en un mundo secularizado y sin Dios.

José Antonio Bielsa Arbiol

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